lunes, 29 de junio de 2015

Solo palabras

Llevo todo el día leyendo. Es un domingo nublado y me faltan las palabras, como el resto de los domingos. Pero he absorbido la tinta de Saramago, cien páginas, y un par de artículos de periódico, y me siento distinta. No más culta, quizás sí más cultivada. A veces siento que las expresiones se me han perdido en el fondo de la memoria. Paradójico, ¿no? Que a alguien que escribe todos los días se le olvide cómo se dice esta u otra cosa. No es excusa la riqueza del español, una lengua llena de matices intraducibles. Tampoco que el inglés haya sustituido algunos términos y que en algún sueño ocasional me descubra escuchando este idioma bárbaro de manera fluida. No. No hay excusa ni perdón para el tiempo. La semana pasada cumplí 25 años y cada vez me alejo más de aquella cúspide de conocimientos desde la que me caí, haciendo la croqueta, al abismo. Eso sí lo recuerdo nítidamente. Era el verano de 2008 y yo salía de un examen de matemáticas que llevaba preparando a golpe de sobresaliente dos años. Ni el tipex ni las inesperadas palmadas en el hombro de mi profesor pudieron correr un tupido velo sobre mi primer fallo. Un suspenso como una casa. No era para tanto, por supuesto: un borrón en un impecable récord. ¿Qué más me daban las matemáticas cuando mis interpretaciones de Nietzsche eran de 10?

Pero daban, y tanto. Aguanté unos cuantos años más a base de calculadora, incluso con algún éxito. Luego lo dejé y empecé a entrenar mi escritura. Pero el declive ya había comenzado. Dicen que un día sin leer es un día perdido. Y yo digo que se disfruta más cuando no hay imposiciones. Pero es que a mí nunca me gustó que me dijeran -ni siquiera que me sugirieran- lo que había que hacer. Tozuda como una mula, hacía las mismas trampas que en la adolescencia: una página leída cada tres, un buen trabajo de documentación en Internet, y aún así el resultado podía ser mejor que el de quien se había molestado en seguir lo estipulado, en hacer las cosas bien. A veces me retrotraigo a aquella época, la de la adolescencia. La de aquel profesor, uno de mis favoritos, que siempre daba sus explicaciones sobre filosofía dedicándome buena parte de ese contacto visual que establecen los maestros con la masa de su alumnado. Yo era su termómetro del entendimiento colectivo. Asentía sin darme cuenta. Escribía por los márgenes del libro, subrayaba, numeraba, e incluso llegué a dibujar la cueva de Platón con sus personitas, su sol y todo. Era una época en la que me pedían los apuntes, pasados impecable y gustosamente cualquier viernes por la tarde a buena letra.

También disfrutaba con la clase de lengua española. Mis profesores de letras demostraban su pasión por una carrera que habían estudiado, probablemente, hace muchos años. Y eso a pesar del hastío de la repetición, de la pereza de no poder sobrepasar los límites que marca la agenda escolar. Uno de ellos acudía en moto al colegio, una moto grande, y ponía la misma fuerza en defender el orden gramatical y sintáctico de una frase simple como la que ponemos en cualquier tontería cuando llevamos varias copas de más. Él estaba convencido, y me convencía a mí. Decía que le gustaba leerse el diccionario en sus ratos libres, y yo admiraba ese pasatiempo. Leed con un boli en la mano, sugería. Años después, superada -si es eso posible- mi tozudez, le he hecho caso en las raras ocasiones en que leo. Y siento cierto placer al subrayar frases de Benedetti para saborearlas aisladas, y absoluta realización cuando recupero de una página leída una expresión o nombre y les doy un significado.

Pero en general ya no hacemos eso: ya no buscamos. Es tan fácil encontrar hoy en día que ni vale la pena buscar primero. Solo dejamos pasar las cosas, dejamos marchitarse esa curiosidad sana. Matamos al niño que quiere saber, y aducimos que la explicación era demasiado larga, ¿y por qué no conformarse con una frase concisa, como esa que asoma en la primera entrada que ofrece Google, la de la wikipedia? Deseamos la instantaneidad, el chasquido de dedos y la satisfacción de cerrar un capítulo e ir a por el siguiente. Pero cuando levantéis la vista de la pantalla, os daréis cuenta: ha pasado el tiempo. Y quizás os falten las palabras para describir todo lo que habéis aprendido. Si es que habéis aprendido algo. Como me pasa a mí.

2 comentarios:

Luis dijo...

¿Me permites que incluya esta reflexión entre mis favoritas? De lo más sensato que he leído, y además muy gráfico, me trae tan buenos recuerdos...

Nunca dejemos de leer por puro placer, sin buscar nada...

imperfecta dijo...

Hola, Luis!

Claro! Qué sorpresa verte por aquí, apenas entro en los blogs ya. Me alegra que te hayas sentido (aunque sea un poco) identificado. Y sí... aunque sea difícil, nunca dejemos de leer. Marca una gran diferencia en cómo interpretas (y comunicas) tu propia vida.

Un abrazo!