viernes, 13 de julio de 2012

Érase una vez

El jueves es el nuevo domingo. Ese día de la semana que te atrapa en el limbo de la tranquilidad, de la calma chicha que precede a tormenta. Te vas a dormir y al día siguiente, cuando te quieres dar cuenta, los rayos y truenos que emanan los ojos de Soraya Sáenz de Santamaría han asolado el lugar. Tormentas eléctricas, de esas secas, que ni traen agua, ni nada: vienen, destrozan lo que pillan y se van.

Todo empezó meses atrás, cuando una parte de este país quiso castigar al cocinero dejando de comerse su comida. Valiente ironía. El cocinero, que era más Zapatero que cocinero -se ocupaba de proporcionarnos cosas básicas a las que tenemos derecho igualmente, calzado y comida- se fue, ninguneado y apabullado ante las quejas de que sus guisos estaban dejando malnutrido a todo comensal que entraba por la puerta.

Y por esa misma puerta, la puerta grande, entró su sucesor, que llevaba años a la zaga esperando con paciencia su momento. Su momento no llegó por méritos propios, por hacerle la competencia en otro lugar al anterior cocinero y ganarse un nombre. No. Era más bien como la típica señora maruja que miraba con prismáticos, a una distancia prudencial, y luego se iba al patio a criticar, a rajar -hacía honor a su apellido, Rajoy- con las vecinas que nunca salían a restaurantes. Ellas eran más de "yo me lo guiso, yo me lo como".

Por fin llegó aquel nuevo cocinero, entre vítores, y se pasó todo el día dándose un baño de multitudes, con la seguridad de quien no tiene rival, de quien tiene barra libre para hacer lo que quiera. Así era, tenía barra libre, y antes de familiarizarse con los fogones prefirió celebrar su nuevo trabajo con el resto de su equipo. No hubo cena esa noche. 

Tampoco al día siguiente. Ni al siguiente. La gente entraba al restaurante extrañada, cada vez más hambrienta. ¿Por qué no cocina, si es el dueño ahora? "Amigos, yo tengo otra filosofía: cada uno tiene que comer lo que se guisa". "Pero nosotros hemos echado al anterior cocinero porque no nos alimentaba bien, y usted directamente no nos alimenta". "Haberlo echado es problema suyo. Ahora estoy yo, y si quieren que cocine, han de trabajar ustedes y traerme lo que quieren hoy".

Así pues, la gente se puso a trabajar. Pero había quien tenía tierras y quien no. Los que tenían, aparecían ante el nuevo chef con montones de hortalizas. Otros no corrían esa suerte y observaban a través del escaparate los opulentos banquetes de los terratenientes, que después vanagloriaban al chef. Cuando caía la noche, buscaban entre las sobras, a ver si quedaba algo para comer.

Y se fueron sucediendo los meses. El nuevo cocinero estaba siempre entre fogones, no salía a la calle. Cocinaba y cocinaba lo que le daban, y los que no tenían nada que darle, se resignaban a las sobras. No sabían a quién quejarse. "Hemos echado al cocinero que nos malnutría, pero este directamente nos mata de hambre", pensaban. Y entonces llegó Soraya, la relaciones públicas del restaurante. Cada semana, cada viernes, anunciaba el menú que iba a hacer el cocinero. Sabía que sobraba comida y que luego algunos rebuscaban, y eso daba mala imagen al restaurante, así que poco a poco iba alejando los contenedores de la zona para que quienes traían comida al cocinero no estuviesen incómodos.

Todos sabían que llegaría el día en que la relaciones públicas mandaría tirar la comida sobrante al mar, o hacerla recoger por camiones. Pero nunca se sabía cuál iba a ser el último jueves, el último limbo, antes del estallido. Antes del gran impacto eléctrico que carbonizara la esperanza de los que observaban a través del cristal. Pero, de momento, seguían instalados en la calma chicha de cada jueves.

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